sábado, 2 de abril de 2016

#40 Una tripulación peculiar

Abre el primer libro que veas por la página 23. Escoge la tercera frase de la página y úsala como la primera oración de tu relato.

-¿Qué te parece?
Óscar me mira con su sonrisa más radiante. Valiente hijo de puta. Disfrazado de amabilidad y buenas intenciones acaba de robarme el proyecto que podría llevarme a mi ascenso soñado. Le devuelvo la sonrisa y le propino un derechazo cargado de rencor. Él no se defiende y le insulto, le escupo y le doy patadas. Dios, qué bien me siento. La sonrisa que visto ahora es sincera y terrible.
Déjate de gilipolleces me riñe Martín mientras me obliga a estrecharle la mano a Óscar, que esperaba expectante mi respuesta mientras yo llevaba a cabo oscuras e imaginarias represalias.
-Está bien, Óscar, tú sabes lo que es mejor para la empresa -y me marcho. Puedo obedecer a Martín y ceder cuando la batalla está perdida pero no tengo porque soportar la presencia de mi “compañero” más tiempo de lo necesario.

Martín es duro pero fiel. Apareció por primera vez con identidad propia cuando cumplí doce años y Carlos Gómez me quiso convencer para tirarme de la roca más alta en la Cala Gris, más allá del puerto. Estaba a punto de cometer el acto más estúpido de mi vida (y probablemente hubiese sido el último) cuando Martín me ordenó que bajara de ahí, me volviera inmediatamente a casa y, de paso, que me buscara otros amigos. Hasta entonces Martín siempre había estado allí pero no con demasiada presencia y lo había llamado “consciencia”. Cuando ese día discutimos y se dio cuenta de que tenía un gran poder de persuasión tuve que ponerle nombre para poder referirme a él con propiedad. No sabéis lo difícil que es discutir con uno mismo sin nombres. Muy confuso. Sé lo que estáis pensando: que estoy loco. Bueno, Pinocho veía un grillo llamado Pepito Grillo y lo habéis llevado bien.
La presencia de Martín, quien es solo pensamiento y sabiduría razonada, es tranquilizadora y no especialmente perturbante. 34, en cambio, fue otra cosa. Cuando a los catorce años mis padres se divorciaron y papá se marchó con una mujer veinte años más joven, apareció 34 con más fuerza que nunca. Era un gato amarillo con una gran maldad. 34 se manifestó por primera vez cuando tenía seis años y fue mi compañero de juego durante mi infancia y preadolescencia. Era travieso y me metía en todo tipo de problemas. No os confundáis, ya os he dicho que no estoy loco. No os imaginéis un gato de color amarillo paseándose por mi habitación, relamiéndose mientras me obligaba a torturar pájaros o algo por el estilo y desvaneciéndose dejando solo la sonrisa. Al contrario que Alicia, estoy cuerdo y mi gato era solo mental. Quiero decir que cuando 34 hacía acto de presencia y me sugería alguna actividad nada inofensiva, en mi mente evocaba la imagen de un gato amarillo. Eso es todo.
Cuando Martín se impuso al mando de la nave, por decirlo de alguna manera, lo llamó mi “niño interior” y no le prestó demasiada atención, pues hacer travesuras y meterse en líos son cosas habituales a esa edad. Como iba diciendo, después del divorcio de mis padres, 34 volvió con rabia y me invitaba a insultar a compañeros de clase, a robar si algo me apetecía, a chillarle a mi madre y a romper cosas de la casa. Martín dijo que teníamos que deshacernos de él. Mamá, harta de la situación, me llevó a una psicóloga, convencida de que mi actitud era un grito de atención. 34 me dijo que le contara a la psicóloga quién era él y quien era Martín y que después huyera de la bruja de mi madre. Martín me convenció de lo contrario. Me aseguró que 34 solo quería hacerme daño, pues si contaba quienes eran, la psicóloga me hincharía a pastillas e incluso me internarían. Le hice caso y callé. Le conté a esa amable mujer la situación en casa y lo cierto es que me ayudó mucho a superarlo. Con el tiempo 34 se desvaneció de verdad, eso sí, sin dejar ninguna sonrisa detrás.
Después de lo que me había dicho la psicóloga y de largas charlas con Martín, descubrimos que 34 no era mi niño interior sino la insensatez infantil que se había convertido en una temeraria mancha de dolor (en este caso amarilla).
Mi niño interior real apareció cuando dejé el instituto, mis amigos de siempre y mi ciudad natal. Dejé la playa atrás y me aventuré en la ruidosa y gris ciudad para estudiar empresariales. Ya no podía hacer el tonto como antes ni olvidar las responsabilidades, tenía que ser adulto y comportarme como tal. Y entonces apareció esa vocecita risueña, divertida y estrambótica. Lo mismo me sugería rodar como una croqueta colina abajo en el césped de la universidad como gastar bromas estúpidas a la chica que me gustaba. Martín la llamó cariñosamente Clarisse. De vez en cuando le hacía caso, cuando hice nuevos amigos con los que había suficiente confianza como para dejarla salir y volver a hacer el crío, y me ha acompañado desde entonces. Ha habido más. Estuvo Azul, quien vino a hacerme compañía cuando mi primera novia seria decidió dejarme para siempre. No le puse más nombre que ese, pues siempre que aparecía ese color teñía mi corazón. No era muy sensato y por su culpa le mandé algunos mensajes nada apropiados a mi ex. Lo acabé echando como a 34 y entonces llegó sonriente Lara. Martín la bautizó así en un intento sarcástico de convencerme para echarla, ya que cada vez que su voz aparecía melosa y sensual veía a Lara Croft preparada con su traje. Sin embargo, me ayudó mucho a ligar, aunque también me llevé muchas calabazas por su atrevimiento.

Durante una temporada creía que era como Eddie Murphy en esa película tan estúpida en que se supone que es una nave espacial y dentro hay toda una tripulación de alienígenas diminutos y antropomórficos. Nunca me convenció del todo esa definición de mí mismo, pues me consideraba con más autonomía que una nave espacial. Por suerte alguien más tuvo ese dilema, lo resolvió y lo convirtió en una tierna película de Disney. Soy como sus personajes que tienen dentro unos adorables muñequitos que controlan sus emociones para condicionar sus actos. En mi caso va un poco más allá, pues mis emociones son el reflejo de mis actos y de los demás y mis personajillos, que no tienen rostro sino voz, me aconsejan. Al final, soy yo quien tomo las decisiones y lo llevo a cabo. Bueno, a menudo Martín me convence para que le haga caso a él. Pero es un buen timonel. Así que tengo una tripulación curiosa, con nombres y voz pero un solo timonel. El problema de los locos es que tienen varios timoneles que se pelean por el control de la nave y el resto se dan cuenta de que cargan con una tripulación poco usual.

¿Has acabado de fingir que tienes público? Martín resopla, es la mar de crítico cuando quiere. ¿Algún problema? Replico, me molesta que me trate de loco. Si lo estoy es por su culpa.
-¿Daniel? ¿Estás bien?
Levanto la cabeza bruscamente para encontrarme con los oscuros ojos preocupados de Claudia. Asiento.
-Llevas un rato ausente, ¿qué te pasa?
-Oh, nada, solo estaba embobado. El idiota de Óscar me ha robado el proyecto de México.
-¿En serio? ¿Qué le has dicho? Es un imbécil. La semana pasada humilló a Gina en una reunión.
-¿De verdad? -Claudia asiente -No lo sabía. Qué cabrón. No le he dicho nada. ¿Qué podía decirle? Es una batalla perdida.
-Tienes que imponerte más y ser un poco como él. No quiero decir cabrón -ríe Claudia al ver mi cara. Tiene una peca en la comisura del labio que me despista -. Quiero decir ser más cínico y más lanzado. No está bien robarle los proyectos a los demás pero tú deberías tener el coraje de plantarle cara y defenderte.
-Es imposible. No tengo ese coraje -suspiro y sé que es cierto. Siempre he dejado que me pisaran. Tiene razón. Deberías haberle dicho que el proyecto te lo habían adjudicado a ti y sugerirle un sitio al que ir. Una pista: a la mierda. No es la voz apremiante de Martín. Es fría como el hielo y serena como la noche. Soy Malvo. Vaya, trae su propio nombre. Eso sí que es nuevo.
Marina R. Parpal

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